(AHL, 1-4-1 núm.34)
(Documento atribuido al Rector P. Baza)
Fundación del Real Colegio de Loyola. Cómo se incorporó dentro de él el nobilísmo solar de nuestro Padre San Ignacio, y la forma de su situación. Milagros del Santuario.
No lejos de los principios de esta nuestra Provincia (jesuítica) de Castilla, se encendió en los excelentes sujetos que en ella florecieron un ardiente deseo de que los Señores de Loyola nos diesen el solar nobilísimo y muy antiguo palacio de Loyola, para que a San Ignacio, hijo de este palacio y que nació en él, se le pudiese también fundar en el mismo sitio un insigne colegio y santuario, y fuese venerado el Santo no sólo donde nació, sino también donde quiso Dios que renaciese para su mayor honra y gloria, poniéndole, en la Santa Capilla del palacio, que fue la pieza en que San Ignacio habitó herido, el Flos Sanctorum en las manos, ilustrándole de luces divinas, de los favores de la Reina del Cielo, del Príncipe de los Apóstoles San Pedro, que le consolidó los huesos de la pierna herida hechos pedazos, para que roborase las murallas de la Iglesia militante.
Los deseos de esta fundación andaban muy encendidos en esta Provincia de Castilla, cuando los Señores Don Matías Ignacio de Zuazola y Loyola, y Da Ana de Lasalde y Mancisidor, su mujer, litigando el derecho de los mayorazgos de Loyola y Oñaz con los Excmos. Señores Marqueses de Alcañizas, prometieron dar a la Provincia de Castilla el solar y Santa Casa de Loyola y todo el sitio necesario para cumplida fábrica del deseado colegio, si Dios les hacía vencedores en el litigio. Vencieron y entraron en el dominio y pacífica posesión de los mayorazgos litigados, pero en nada pensaron menos que en lo que habían prometido. Pasaron no pocos años sin darse por entendidos de la promesa que habían hecho. Tuvieron en ellos cuatro hijos, y todos se les murieron sin que quedase alguno que pudiese ser Señor de Loyola: así castigó Dios su inconstancia en la promesa. Corrieron después más de ocho años sin que tuviesen sucesión, llegando a estado de perder la esperanza de tenerla, porque la dicha señora Dª Ana era ya de edad de cincuenta años cumplidos y, porque en esta edad se hizo muy gruesa de persona, la juzgaron incapaz de concebir.
Con todo, creyendo que Dios les dejó sin hijos por no haber cumplido la promesa que hicieron de dar a la Compañía el solar de Loyola con el sitio para la fábrica del colegio, volvieron a prometerlo y a obligarse a cumplir la promesa si Dios les concedía hijo varón que les sucediese en los mayorazgos que gozaban. Y fue caso admirable y en esta tierra tenido por milagroso que, a los nueve meses después de hecha esta promesa, sobre toda humana esperanza, les naciese el hijo varón que deseaban. No quiso Dios darles más hijos que este, porque este les bastaba para la obligación de cumplir la promesa.
Pero no por eso la cumplieron, sino que se les pasaron once años sin querer cumplirla; y a los once años murió el señor Don Matías Ignacio, padre del niño su heredero; y el siguiente año, el mismo día que murió el padre, murió el niño, para que no quedase de su estirpe quien heredase el solar nobilísimo de Loyola y se viese a las claras que Dios castigó una y otra vez en estos señores el no haber cumplido la promesa que hicieron de dar a la Compañía el solar y Santuario de Loyola, aun entonces venerado, con él sino para un colegio magnífico. Y pues se ve que Dios castigó el no haber cumplido esta promesa, señal manifiesta que es voluntad de Dios que el solar de Loyola sea nuestro y que tenga la Compañía en Loyola, para honra de San Ignacio, un colegio magnífico.
No habiendo quedado sucesión de los Señores de Loyola referidos, entraron sin controversia, con derecho inmediato, a serlo los Excmos. Señores Marqueses de Alcañizas y Oropesa, por ser ya la inmediata sucesora la Excma. Señora Marquesa Doña Teresa Enríquez de Velasco y Loyola, mujer del Excmo. Señor Don Luis Enríquez de Cabrera, hijo legítimo del Almirante de Castilla. Esta Señora Marquesa tuvo este derecho inmediato a causa de descender por línea recta del Señor Martín García de Loyola, sobrino de San Ignacio, hijo de su hermano mayor, que fue célebre en la conquista de Chile y del Perú, y casó con hermana del último Emperador del Perú, de quien vienen los marqueses de Alcañizas y Oropesa.
El año de mil seiscientos y ochenta y uno, la Serenísima Reina de España Doña Mariana de Austria, madre del Rey Católico Carlos Segundo, pidió para sí a la dicha Marquesa la casa y solar de Loyola, con ánimo de dárnosla a nosotros para que, fundando el colegio grande que se deseaba, la incorporásemos dentro de él en la misma forma en que está ahora. Tuvo dificultad la marquesa en hacer a la Reina donación de su casa y solar de Loyola; pero, hallándose sin hijo varón, prometió donársela si Dios, por la intercesión de su pariente San Ignacio, se lo concedía. Y fue también caso admirable y muy observado que, a los nueve meses que hizo la promesa, le nació un hijo varón, sin que después, dentro de los veinte años que vivió, haya tenido otro, y es el presente Don Pascual Enríquez de Cabrera, hijo del Almirante de Castilla. En que también se descubre que Dios por eso le dio este tan deseado hijo a esta Señora: porque quiso que el solar de Loyola que prometía dar fuese nuestro y, como una gran reliquia, se engastase en el colegio magnífico de la Compañía.
Cumplió la Marquesa fielmente su promesa y donó a la Reina el solar de Loyola con todo el sitio necesario para la fábrica de un colegio grande, de que se tomó posesión en nombre de la Reina, que después se lo donó a nuestra Provincia de Castilla, reservando para sí el Patronato del Solar, Santuario y Colegio, que transfirió a su hijo Carlos Segundo y éste lo incorporó en el Patrimonio Real, para que perpetuamente fuesen sus Patronos los Reyes Católicos de España, y concedió al Colegio todas las preeminencias y privilegios reales concedidos al Real Convento del Escorial, al de las Descalzas Reales y Encarnación Real de Madrid.
Era en este tiempo Prepósito General de la Compañía el M.R.P. Juan Paulo Oliva, que, cuando llegaron a Su Paternidad estas noticias, lleno de regocijo lloró lágrimas de gozo y, encendido en deseo de que el Colegio de Loyola fuese singular en la majestad, grandeza y hermosura, no quiso sino que se idease en Roma por el célebre arquitecto el Caballero Fontana, que redujo toda la traza a un hermoso diseño. Y aunque el M.R.P. Oliva, preocupado por la muerte, no pudo remitirlo a España, el M.R.P. Carlos Noyelle, que le sucedió en el generalato, lo remitió, mandando, con precepto de Santa Obediencia, que en nada discrepase del diseño la ejecución de la obra.
El año de mil seiscientos y ochenta y dos entró la Provincia de Castilla en la posesión del solar, santuario y sitio del Colegio de Loyola; cuya fábrica, conforme al diseño remitido de Roma, comenzó el año de mil seiscientos y ochenta y ocho. Gran parte del Colegio, que ya se habita este año de 1715, está perfectamente fabricada, y en lo mucho que falta de fábrica, no sólo están sacados los cimientos, sino también buena parte de la obra levantada sobre ellos; y del mismo modo en la iglesia comenzada, que es de particular idea en la forma y la materia toda de jaspes, que no habían conocido en esta tierra hasta esta fábrica, como si Dios los hubiese guardado para ella.
Arquitectos de mucha pericia, considerando la materia y la forma de la fábrica de este Colegio, han afirmado que, aunque otras fábricas en la amplitud y extensión sean mayores, como lo es la de San Lorenzo el Real del Escorial, pero que ni ésta iguala a la de este Colegio en lo raro y hermoso de la idea.
Tiene al presente el Colegio de renta seis mil y quinientos ducados castellanos. Pero por no dejar corriente esta y otras rentas que le pertenecen; los valimientos que hace el Rey forzado de las necesidades que le han producido las guerras; y por haberse perdido en la mar, a manos de los enemigos de España, gruesas cantidades que de limosnas venían de Indias, la falta de medios ha hecho parar toda la fábrica, que, en acabándose no se duda que la renta del Colegio corresponderá a su grandeza.
Aunque antes que los Nuestros entrasen a poseer el solar y santuario de Loyola, era frecuentado de la devoción de los fieles como un Santuario insigne; y la Santidad del Papa Gregorio XV el año de mil seiscientos y veinte y dos le concedió jubileo perpetuo que se pudiese ganar por ocho días continuos comenzando desde las vísperas de la festividad de San Ignacio hasta el día de su octava; pero después que entró en nuestro poder, aún es mucho más frecuentado, no sólo de la Provincia de Guipúzcoa, en que tiene su situación, sino también de la del Señorío de Vizcaya, de la de Alava, del Reino de Navarra, y de aquella parte de Cantabria Francesa sujeta al dominio del Rey Cristianísimo. La causa es que la devoción de los fieles, que viene con deseo de comulgar en la Santa Capilla, halla en los Nuestros prontos confesores y muy de su consuelo por ser hijos del Santo cuyos favores, peregrinando, solicitan.
El Colegio, teniendo dentro de sí el Solar y Santuario de Loyola, está situado entre las dos nobles villas de Azpeitia y Azcoitia, a distancia de menos de un cuarto de legua de cada una. Pero son tantas y tan frecuentes las caserías que, de una villa a otra, por una y por otra parte, rodean el llano en que el Colegio está, que no parece sino que de las dos villas quieren formar una población entera para cogerle en medio. Los operarios del Colegio son frecuentemente llamados a esas caserías derramadas por los montes, y sin que la aspereza lo impida, acuden diligentes a ellas para confesar a los enfermos de peligro y asistirles en los trances de moribundos.
Es copiosísimo el fruto que hacen en las almas de los prójimos cuatro operarios no más que ahora tiene el Colegio. En días ordinarios y fiestas del año no menos tienen de ejercicio de operatura (=ministerios sacerdotales) que en los colegios fundados en las ciudades. En el Adviento crece más este ejercicio y mucho más en Cuaresma, en que, a muy numerosos concursos de gente de los contornos, en idioma cantábrico se explica la doctrina cristiana y se predica la palabra de Dios. Y a este modo es también numerosísima la gente que concurre a confesarse para ganar el jubileo los ocho días del octavario de la festividad de San Ignacio; y consta que en este jubileo y el de la comunión general de Cuaresma se suelen gastar más de ocho mil formas consagradas. Y por todo lo que en bien espiritual de los prójimos se ve hacer en este Colegio, es voz que en esta tierra muy difundida se oye: que, después que hay Padres de la Compañía en Loyola, se han desterrado de las almas muchas y muy perniciosas ignorancias.
Son muchos y de singular gloria de San Ignacio los prodigios y milagros que ha experimentado la devoción en este Santuario de Loyola y cada día experimenta. Puédese decir con el P. Francisco García en el epítome de las excelencias del Santo, folio 110, que ha querido Dios hacer que este solar de nobleza esclarecida en el mundo sea también teatro de maravillas celestiales. El referido P. García, desde el citado folio, cuenta algunos especiales que se pueden ver en él. Y si se hubieran observado bien los sucedidos mientras el Solar estuvo en poder de los Señores de Loyola y a los principios de nuestra entrada, tuviera mucho que hacer la pluma con referirlos. Puédense también ver los que para la última Annua (=carta anual de información) se remitieron a Roma este año de mil setecientos y quince.
Dejo los ordinarios milagros que hace Dios frecuentemente en este Santuario, para honra de San Ignacio de Loyola, a favor de los casados que acuden al Santo para conseguir por su intercesión los hijos que desean y no han podido tener en muchos años de matrimonio: que no sólo en esta tierra sino también en Navarra lo testifican trayendo al Santuario para memoria de su agradecimiento camisitas de niños pulidamente labradas.
Y dejo también los ordinarios milagros que, con sólo traer una vela de cera y encenderla en el altar mayor de la Santa Capilla han hecho que queden libres de peligro de muerte las mujeres en partos peligrosos y los enfermos en los aprietos de enfermedades mortales.
Y paso a algunos recientes más particulares.
Un muchacho de Azpeitia estuvo largo tiempo postrado en cama, mudo, sordo y tullido y en todo el cuerpo baldado, desahuciándole los médicos y cirujanos. Vino su madre a la Santa Capilla con una vela, y encendida en el aliar mayor de la reliquia (que es un dedo de San Ignacio), ofreció al Santo que, si le sanaba, vendría con su hijo a hacerle una novena. Hecho esto, volvió a su casa y halló al muchacho del todo sano: al mudo con habla, al sordo con oído, al tullido con pies vigorosos, y al baldado de todo el cuerpo sin impedimento alguno. Sano con este prodigio, se levantó el muchacho de la cama y vino luego con su madre a cumplir la novena ofrecida. Este milagro sucedió el año pasado.
Domingo de Iriondo, de edad de treinta y un años, natural de la villa de Azcoitia y al presente morador en la de Motrico, poseído de humores malignos que de la cintura abajo le privaban de poder andar dejándole del todo impedidas las piernas y muslos, hizo voto de venir con pies descalzos a la Santa Capilla de San Ignacio; y luego que hizo este voto, se halló enteramente sano. Vino descalzo caminando cuatro leguas de montes a cumplir su voto, y se confesó, y comulgó en la Santa Capilla, y nos afirmó que juraría ser verdad todo lo referido. Esto sucedió en Marzo del presente año.
Es notorio en Azpeitia que un muchacho llamado Nicolás de Orendain, habiéndosele desconcertado todos los huesos de las dos rodillas, no podía andar sino estribando en un palo, que sólo le ayudaba a caminar con dificultad, ni podía subir a la Santa Capilla sino asiendo los pasos de las escaleras eon las manos. Díjole el muchacho de la sacristía que en la Santa Capilla pidiese a San Ignacio que le sanase, y ungiese las rodillas con el aceite de su lámpara, y que hacía maravillas. Llevó a casa el aceite, ungióse con él, y de noche, estando durmiendo, le despertaron los dolores de las rodillas, que luego le dejaron sano y robusto. No parece sino que son estos dolores quiso despertarle San Ignacio para que reparase en el milagroso beneficio que de su mano recibía. Este caso fue muy admirado en Azpeitia, viendo que tan repentinamente, sin humano remedio, andaba y anduvo siempre este muchacho tan robusto \ tan sano de sus desconcertadas rodillas.
El cual, en la Santa Capilla, en acción de gracias, hizo dos novenas a San Ignacio.
Un mozo criado de un gran caballero de la villa de Tolosa, después de muchos remedios de médicos y cirujanos, se hallaba tan impedido de una pierna muy maltratada, que con dificultad podía, débilmente, dar muy pocos pasos. Hizo voto de venir a Loyola a adorar la reliquia de San Ignacio en la Santa Capilla, y viendo su amo que no podía caminar a pie, le dijo viniese en una de sus caballerías, pero el mozo no lo admitió respondiendo que su voto era de caminar a pie como pudiese.
Comenzó tan lentamente su trabajosa peregrinación, que tardó una hora en salir de Tolosa para tomar el camino de Loyola. Llegó trabajosamente a un lugar que está a una legua de Tolosa y tres de Loyola, y se sintió en él con esfuerzo considerable para caminar las tres leguas: y cuanto más caminaba para llegar a Loyola, mucho más ágil se sentía. Descubrió desde un monte la Santa Casa y Colegio: híncase de rodillas a hacer oración a San Ignacio, y al punto se halló tan vigoroso y tan ágil para caminar, que vino corriendo a meterse en el Santuario, donde adoró la reliquia de San Ignacio y le dio al Santo las gracias por el prodigo con que le había favorecido.
Otros muchos milagros hace el Santo en este Santuario en muchos que de varias partes vienen a él, que, sin damos a nosotros particular noticia, los publican en sus tierras. Pero sin duda no son menos admirables los que, no pocas veces, en la Santa Capilla, suceden con personas que, sin más propósito que el de la curiosidad, vienen a ella a ver su adorno, la riqueza y las reliquias que en ella hay: porque, preocupadas de un interior eficaz golpe que les ha herido los corazones, movidas a dolor y contrición de sus pecados, no han acertado a salir del Santuario hasta después de hacer una dolorosa confesión sacramental de todos ellos y pacificar con nuestros confesores la inquietud de sus conciencias.