EL REY NOMBRA A SAN IGNACIO CAPITÁN GENERAL DEL EJERCITO DE GUIPUZCOA
(Del Diario del P. Manuel Luengo, tomo XXVIII, parte 2a, pág. 314-332.AHL, 10-4)
El nombramiento por el mismo Rey de un nuevo General a lo menos para el ejército de Guipúzcoa, sin derogar por un lado en la menor parte a la autoridad del Conde de Colomera, Comandante en Jefe de todas aquellas tropas, y sin que por otro el nuevo General esté sujeto a sus órdenes ni dependiente en cosa alguna, excita en nuestro pecho y en el de otros muchos una nueva esperanza de ver presto fuera de aquellas piadosas y católicas partes a los impíos y sacrilegos franceses.
Esta extraña y misteriosa elección de un nuevo General para el ejército guipuzcoano es resulta de un suceso tan extraordinario y tan singular y tan acompañado de circunstancias notabilísimas y nada esperables en los tiempos presentes, que sus primeras noticias y las relaciones algo circunstanciadas que han llegado después nos llenaron a todos de admiración y de pasmo y de una especie de confusión y aturdimiento, que sin libertad nos obligaba a levantar ojos, manos y corazón al cielo y bendecirle y darle tiernísimas gracias. Y ¿qué extraño es que excitase en todos nosotros este tumulto de impetuosos afectos habiéndonos hallado repentinamente y cuando menos podía esperarse con la nueva de un suceso de tal calidad que puede y aun debe ser causa del restablecimiento de nuestra estimadísima madre la Compañía de Jesús en los dominios del Rey Católico y, por consiguiente, en otras muchas partes? No puede ser, por tanto, más propio de este nuestro escrito, y así vamos a exponerle con toda la exactitud que nos sea posible.
El Real Colegio y Santa Casa de Loyola, en la que nació nuestro Padre y Patriarca San Ignacio, y está situado, como se dijo, entre las dos villas de Azpeitia y Azcoitia, cayó, como éstas, en las manos de los franceses.
En ella, si bien pocos años ha un visitador enviado por los directores de las Temporalidades de los Jesuítas se llevó consigo algunas joyas preciosas y algunas alhajas de mucho valor, se conservaba mucha plata y casi se puede decir que toda la que tenía el año sesenta y siete cuando salimos desterrados de España; y se conservaban también las dos efigies de San Ignacio, y en una de ellas está empastada en el mismo pecho una reliquia insigne del Santo Padre, que era un dedo de las manos.
De todo se apoderaron los franceses, y hicieron un inventario de todas las alhajas, las guardaron muy bien, cerraron y sellaron todas las puertas, con ánimo ciertamente de volver presto para llevar aquel tesoro a la Francia, como se llevaron, luego que tuvieron algún reposo, la plata de todas las iglesias de Guipúzcoa que conquistaron, y se llevarían la plata con que estaba cubierta la pila de bautismo de la villa de Azpeitia en que había sido bautizado el Santo Patriarca.
Pero San Ignacio, hablando a nuestro modo, si bien acompañó a sus paisanos en quedar prisionero de los franceses, se cansó presto de estar entre gente como la que ahora domina en aquel miserable reino, y su dedo prodigioso y toda la riqueza de su casa, de un modo muy extraño, se puso en lugar seguro y en manos piadosas y católicas.
Los vecinos de la villa de Elgoibar entraron en el proyecto de sacar el tesoro del Colegio de Loyola. Tomaron las armas como unos trescientos hombres de la dicha villa y de algún otro lugar pequeño, y se vinieron la noche del 26 al 27 de Agosto a la villa de Azcoitia, que ya se había entregado a los franceses. No hallaron en ella resistencia alguna y se apoderaron de algunos fusiles que se habían reunido por orden de los franceses; y allí se les juntaron algunos de los mismos azcoitianos. Ya muy adelantada la noche, se enderezan a Loyola, que no tenía para su guardia más que un portero, rompen todas las puertas que podían impedir la entrada en las partes más interiores del Colegio, y no falta carta en que se dice que la reja de la Santa Capilla por sí misma se les abrió, aunque en otras no se nota esta circunstancia. Recogen con presteza toda la plata que pueden y otras alhajas preciosas y cosas de valor, y con ellas cargan cinco de los carros del país, y empiezan a caminar para su villa de Elgoibar.
A este tiempo, habiendo llegado noticia a la villa de Azpeitia de lo que pasaba en Loyola y locado a arrebato en ella, reunidos, a lo que parece, los franceses que había por allí y los azpeitianos, atacaron a los de Elgoibar para recobrar la plata del Colegio. Por cinco cuartos de legua duró el ataque, defendiéndose siempre y retirándose a un mismo tiempo los de Elgoibar, y atacándoles y persiguiéndoles los enemigos. Y al cabo, los intrépidos y valientes elgoibarianos, sin otro daño que un hombre herido y no gravemente, y habiendo muerto, a lo que creen, a no pocos de los enemigos, llegaron el día 27 de Agosto, gloriosos y triunfantes con aquel rico y sagrado tesoro, a su villa de Elgoibar.
Y prudentemente juzgaron que, no distando su villa más que dos o tres leguas del país dominado por los franceses, y que éstos podrían reunir un cuerpo de tropa a que no pudiesen hacer resistencia, no estaba allí seguro aquel tesoro, y resolvieron llevarle al interior de la Monarquía. Y prontamente lo pusieron en ejecución formando, por decirlo así, una procesión devota con los carros de las alhajas y especialmente con las efigies de San Ignacio, y dirigiéndola y gobernándola algunos de los principales vecinos de la dicha villa de Elgoibar; y se nombra en particular como jefe en esta piadosa expedición un señor Arriola, que se crió en el Seminario de la ciudad de Calatayud dirigido por los jesuítas de la Provincia de Aragón.
En general se dicen en las cartas expresiones muy encarecidas, queriendo los que escriben explicar en ellas las demostraciones de obsequio y de veneración, de devoción y piedad que se hicieron, en todas las ciudades, villas y pueblos por donde pasó aquella procesión devota, al glorioso Patriarca San Ignacio, y las muestras de afecto y estimación que, con esta ocasión, se dieron para con su Compañía y para con sus hijos.
Empezó la procesión de San Ignacio, con las dichas circunstancias, por algunos pueblos de la Guipúzcoa desde Elgoibar a la provincia de Alava; atravesó toda esta provincia, y expresamente se nota en algunas cartas que la ciudad de Vitoria, su Capital, que en otros tiempos fue no poco contraria a los jesuítas, se había esmerado en obsequiar al Santo Patriarca. Y del mismo modo prosiguió esta extrañísima procesión de las estatuas de San Ignacio por toda la larga extensión del Reino de Castilla la Vieja hasta la ciudad de Segovia; y a pocos pasos después empezó el pasaje más tierno, más devoto, más importante y más singular de esta piadosa procesión y extrañísimo suceso.
Al acercarse el día 9 de Septiembre el sagrado convoy al real sitio de San Ildefonso, en donde estaban los Reyes y su real familia aumentada con el Príncipe Parmesano y toda la Corte y Grandeza que les sigue, el señor Arriola, su principal conductor, dio parte con una esquela al Duque de la Alcudia, primer Secretario de Estado, de su viaje y llegada a las cercanías del sitio, y de las cosas que conducía para ponerlas en las manos de Su Majestad. El Duque prontamente, con noticia y consentimiento de sus Majestades, como se supone, envió un recado atento al Cabildo de la Colegiata para que al instante, formado en cuerpo y en procesión, saliese a la Puerta de Segovia a recibir la estatua y reliquia de San Ignacio y conducirla devotamente a la dicha Colegiata. Dio orden de que las Guardias del Palacio se pusiesen sobre las armas al pasar la procesión, según se acostumbra cuando se quiere obsequiar a alguna persona, y a un piquete de guardias de Corps con su Exento que la escoltase y acompañase.
Era puntualmente el mediodía y la hora de comer para muchas gentes, y no obstante, todo se ejecutó en un momento, y éste bastó para que se reuniese gente en un número tan grande cual no se creía que podía haberle en aquel sitio, pues llegaba, a lo que se dice en cartas de algunos que se hallaban presentes, a seis u ocho mil almas.
A la misma puerta de Segovia se puso en orden la devota procesión y empezó a caminar hacia la Colegiata a las doce y media del día. El Preste, o cabeza del Cabildo o de la procesión, llevaba en sus brazos la pequeña efigie del Santo, en la que está embutido su dedo, y todo lo demás iba detrás de la procesión en los carros. Jamás se ha visto, se dice en muchas cartas, procesión más solemne, más tierna, más devota, y más singular y extraordinaria en todo; y propísimamente ella fue un gloriosísimo triunfo del gran Patriarca San Ignacio.
Los Reyes y toda la familia real con las personas que les acompañaban, salieron a los balcones del palacio para ver la extraña procesión y para venerar al Santo, y no falta carta en que se dice que a Sus Majestades se les cayeron algunas lágrimas de ternura.
En el gran concurso de gente que miraba pasar la procesión, se excitó una gritería, un bullicio y un tumulto tan grande de vivas y aclamaciones y de otras mil expresiones de afecto, de estimación y de ternura, mezcladas de lágrimas y de sollozos, a gloria del Santo Patriarca, de su Compañía y de sus hijos, que la numerosa música que iba en la procesión se veía obligada a interrumpir el canto para dar lugar a los impetuosos y vehementes desahogos del numeroso pueblo.
Así corrió, con todo este honor, pompa y aplauso, el dicho día y hora en el real sitio de San Ildefonso, obsequiado de los mismos Reyes Católicos Carlos IV y María Luisa el Patriarca San Ignacio de Loyola, que de veintiocho años a esta parte ha estado de algún modo desterrado de España y olvidado y despreciado en ella en cuanto ha sido posible, en fuerza de los terribles decretos y pragmáticas del difunto Rey Católico Carlos III contra su amada Compañía y contra sus hijos. ¿Y puede ser más singular y más extraordinario este suceso, habiendo sido tales las circunstancias en aquel reino y en aquella corte del Santo Patriarca, de su Compañía y de sus hijos?
Y aún no hemos dicho todos los obsequios de los Reyes Católicos para con el olvidado y casi despreciado San Ignacio. La procesión del Cabildo, acompañada siempre del numeroso y devoto pueblo, entró en la Colegiata, y la efigie del Santo fue colocada en el altar mayor. Acudieron también los Reyes con su familia a las tribunas para venerar al Santo Patriarca, y se cantó un festivo Te Deum Laudamus. Al día siguiente se le hizo fiesta al Santo en la misma Colegiata, y otra acaso más solemne el día 12 en la misma corte de Madrid.
La Reina nuestra Señora, como quien se apresura en publicar el gusto con que ha recibido en el sitio real a San Ignacio, su devoción para con el mismo, y su deseo de que toda la corte de Madrid la acompañe, dio orden prontamente para que, a su costa, se le hiciese una fiesta solemne en la iglesia en que está colocada y tiene sus funciones la Congregación del mismo San Ignacio. Toda la mañana del dicho día se celebraron muchas misas rezadas, y al fin de ella hubo misa cantada con toda solemnidad. Y puntualmente es Capellán o Penitenciario en aquella iglesia Don Ignacio Xavier Balzola, que fue casi por dos años novicio de la Compañía de Jesús e hijo del Santo Patriarca; y él mismo me dice, en carta de 14 de Septiembre, que cantó la misa en esta fiesta del Santo por orden de la Reina nuestra Señora, y que la cantó solemnísimamente, y que todas las demás cosas de la fiesta se hicieron con toda la posible solemnidad. Y no deja también de ser alguna prueba del empeño de algunas personas principales en la corte en publicar y aplaudir este suceso, el haberse puesto en las gacetas de Madrid del mismo mes de Septiembre una relación bastante circunstanciada de todo lo sucedido en este caso desde la empresa de los de Elgoibar en la Santa Casa de Loyola hasta la entrada de las efigies del Santo en el real sitio de San Ildefonso.
(N.B. El Padre Luengo, a continuación, se extiende en varias consideraciones, queriendo ver en este suceso un cambio en las cabezas acerca de la Compañía de Jesús y un presagio de su restablecimiento. Y sigue así:)
El Rey nombró al Patriarca San Ignacio de Loyola Capitán General del ejército de Cantabria, o por lo menos de Guipúzcoa, y quiere que se le dé el sueldo correspondiente a este grado; y como si el nuevo General hiciese mucha falta en el ejército y no pudiese dirigirle y darle sucesos prósperos y victorias estando ausente y parado en la corte, se le avisó al conductor Arriola para que prontamente, recogiendo la pequeña efigie del Santo en que está su dedo, volviese con ella al ejército de Guipúzcoa.
El día 9 del mismo mes de Septiembre y sólo cuatro días después que había llegado al sitio el sagrado convoy, se le restituyó al dicho Arriola, para el intento insinuado, la pequeña efigie de San Ignacio, y él, al recibirla, aludiendo al nuevo título que se ha dado al Santo, dijo que se encargaba de Su Excelencia ...
El Señor Arriola y sus compañeros, recogiendo la efigie de San Ignacio, dieron vuelta a la Guipúzcoa; y, sin decirlo, se entiende que si, al ir hacia el sitio de San Ildefonso, se hicieron en todas partes muchos obsequios al Santo, después de haber visto los que le hicieron los mismos Reyes, se le hicieron mucho mayores y más solemnes y aun fiestas con sermón panegírico en su retorno hacia el ejército; y ya hay aquí noticia de que el Santo había llegado a Mondragón en la Guipúzcoa, en donde estaba el cuartel general de los guipuzcoanos; y se añade la circunstancia de que el Rey ha regalado un hermoso caballo de su caballeriza para el servicio del nuevo General de Guipúzcoa San Ignacio. Hablando a nuestro modo humano, no será insensible a tantas muestras de obsequio y veneración como se le ha dado en tantas ciudades y pueblos de España y en su misma corte por los Reyes Católicos.
Pero no eran estos sus intentos en su viaje al real sitio y a la presencia de los Reyes, y estaba muy lejos de solicitar el grado, título y sueldo de Capitán General de los ejércitos del Rey. Todas sus pretensiones y toda su santa y justa ambición, por decirlo así, se enderezaba a lograr que fuese puesta en su antiguo pie y con el honor conveniente su estimada Compañía de Jesús, y poniéndose el Santo a su frente con mayor gusto que a la de los ejércitos de los soldados, y animándola de su espíritu y de su celo, haría seguramente mucho y de cierto cuanto pudiesen todas las fuerzas de todos sus hijos en defensa de la Religión, del trono, de las sagradas personas de los Reyes, y de la Patria.
A este aire y con estos pensamientos se han hecho aquí algunas breves composiciones poéticas sobre este extrañísimo suceso en todas sus circunstancias y sobre el triunfo de San Ignacio en el sitio de San Ildefonso.